Ricardo Calleja | 26 de julio de 2021
Me pregunto si realmente es el liberalismo lo que queremos conservar, y si es el liberalismo la solución única o principal a nuestros problemas.
El liberalismo es una bandera discutida. Encontramos pocas voces que se sitúen entre los dos extremos: el de la apología sin fisuras de los principios liberales; y el de los que consideran al liberalismo como la causa última del malestar postmoderno.
Los liberales acusan a los antiliberales de caer en alguno de los errores opuestos: en el pasado lejano, el despotismo absolutista y la sociedad cerrada estamental; en el pasado reciente, el marxismo y el fascismo; en la actualidad, el populismo iliberal, de izquierdas y de derechas. Muchas veces, lo hacen cayendo en las caricaturizaciones simplificadoras de las que acusan a sus enemigos, bloqueando cualquier posibilidad de debate.
En todo caso, parece un diagnóstico comúnmente aceptado que estamos ante una crisis del liberalismo. Una crisis definida por la frustración de varias promesas liberales, después de la victoria final en 1989: la promesa de la prosperidad; la consolidación de comunidades políticas suficientemente homogéneas como para sostener la vida civil; la promesa ilustrada de que la ciencia mejorará nuestras capacidades cognitivas y optimizará así nuestra toma de decisiones individuales y colectivas.
Ante este panorama, me pregunto si realmente es el liberalismo lo que queremos conservar, y si es el liberalismo la solución única o principal a nuestros problemas. Quizá sea más sensato delimitar qué nos gusta del liberalismo, identificar las condiciones de posibilidad de esas prácticas sociales libres, y aplicar los remedios sin molestarnos en ponerles etiquetas liberales o antiliberales, para evitar las polémicas nominalistas.
Corremos el riesgo de querer apagar el incendio liberal con más liberalismo, empeorando así las cosas. Como cuando, por ejemplo, se pretende contraponer a la demanda de identidad, comunidad y sentido, que se han reeditado exacerbadas en nuestras sociedades, con la eliminación más radical de toda identidad, de toda comunidad, de todo sentido que trascienda la decisión soberana del individuo.
Con este fin, pienso que puede ayudar hacerse las siguientes preguntas, que suenan un poco abstractas, pero que nos permitirán dibujar mejor los perfiles del problema y de las soluciones.
Para un liberal de estricta observancia, el liberalismo es el «todo». El orden social bueno es la consecuencia de un orden liberal. El orden deseable es el resultado de las opciones libres de los individuos: opciones voluntarias por encima de vínculos comunitarios; derechos individuales, por encima de bienes supuestamente comunes. Aquí juega un papel central la metáfora de las manos invisibles que suscitan resultados óptimos en el mercado económico, el de las ideas, el de las opciones políticas, etc.
Todo liberal-conservador reconocerá la necesidad de otros elementos no liberales para hacer posible el liberalismo. Elementos tanto políticos (la nación, la monarquía) como pre-políticos (la vida comunitaria y de la sociedad civil que genera el sustrato moral común, muchas veces enraizado en grandes tradiciones religiosas). Pero también económicos: la difusión de la propiedad privada, límites a los monopolios y a las interferencias políticas, etc.
Cualquier liberal-progresista (o socialista liberal) señalará la necesidad de garantizar un mínimo de igualdad real para no vaciar de contenido las libertades formales, con medidas correctivas constantes tanto del mercado como de las instituciones sociales tradicionales.
Parecería que el liberalismo tomado como el todo de una sociedad bien ordenada nos llevaría a una visión «libertaria»: mínima intervención en la economía; desmantelamiento de las instituciones sociales tradicionales para dar espacio a las decisiones de los individuos.
La narrativa histórica liberal tiende a presentarse como un nuevo comienzo por contraste con el trasfondo histórico del despotismo absolutista y la sociedad estamental. El pecado original del liberalismo, tan difícil de integrar en un discurso liberal conservador, son las revoluciones que dieron comiendo al mundo liberal. Aunque se excluya -y ya es mucho excluir- a la revolución francesa, toda revolución es un puñetazo en la mesa, no un orden espontáneo encauzado por una mano invisible.
Incluso sin revolución originaria, tenemos las sucesivas rupturas con el orden social espontáneo tradicional, a través de la Legislación (revolución permanente), con el fin de lograr las condiciones de posibilidad socio-económicas, morales y culturales, para la plena autonomía del individuo: las «ampliaciones de derechos». Esta es una contradicción que afecta especialmente a los «libertarios».
No faltan, es cierto, quienes presentan el constitucionalismo liberal como una evolución orgánica de principios jurídico-políticos medievales o una recuperación de principios clásicos. Pero estos prefieren anacrónicamente llamar a aquellos tanteos «pre o proto-liberales», al modo de la interpretación bíblica del Antiguo Testamento como imagen imperfecta del Nuevo. Otros narran esta historia como la evolución -ciertamente traumática- de la tradición política y moral clásica de las sociedades cristianas. En este último marco, quizá podría entenderse el liberalismo como un capítulo, un momento pendular, previo a una nueva síntesis.
Pero no. Es típicamente liberal presentar este orden social como el fin de la historia.
Por último, y me servirá de conclusión, me pregunto si debemos tomar lo «liberal» (dando por supuesto que pudiéramos ponernos de acuerdo sobre qué significa en cada caso) como la norma última de nuestras decisiones colectivas e individuales con respecto al orden social.
Böckenförde, en una cita famosa sobre la que dialogaron Ratzinger y Habermas, escribió que «el Estado liberal secularizado, vive de presupuestos que él mismo no puede garantizar». Esto no es lo mismo que afirmar la superioridad normativa de esos otros presupuestos sobre los principios liberales. Pero al menos sí implica que sería poco riguroso denominar como liberales a esos fundamentos pre-políticos del orden liberal, aunque fueran compatibles con el liberalismo.
Volviendo a la pregunta primera, pienso que el mejor modo de enmarcar la cuestión de la crisis del liberalismo y sus posibles soluciones, es reconocer que la libertad (política, económica) es una parte –condición necesaria, no suficiente- del orden social bueno. Y hay que reconocer a las diversas tradiciones y revoluciones liberales una institucionalización de esa libertad que estaba ausente en el Ancien Régime. Pero el liberalismo no inventó la libertad, ni por lo tanto la moralidad ni el ideal de la convivencia cívica.
El orden moral debe ser también relativamente abierto, pluralista y libre, para poder ser bueno, pues no se puede amar sin libertad. Pero eso no excluye -antes bien, exige- algunos juicios morales públicos y compartidos sobre los bienes comunes básicos (familia, trabajo, comunidad local, vida cívica, búsqueda de la verdad, etc.) que son el punto focal de cualquier vida humana buena, aunque no se traduzcan en prescripciones morales y sociales monolíticas, ni desde luego en imposiciones manu militari.
Son esos bienes comunes los que el liberalismo -entendido como el sentido común moral y político de nuestro tiempo- encuentra particularmente difícil digerir, por su énfasis en las opciones individuales y su recorrido histórico de deconstrucción social.
Defender lo anterior no me parece sinónimo de despotismo o de nostalgias por una sociedad estamental insufriblemente comunitaria; ni de marxismo, ni de fascismo; ni tampoco del tan manido populismo, de uno u otro extremo (¡ay las simetrías, tan socorridas!).
El desmantelamiento de los principios liberal-constitucionales no se produce en un solo momento, a través de un golpe de estado o de la suspensión de la Constitución, sino que tiene lugar de manera gradual.
La idea liberal de libertad es solo una de las posibles, aunque probablemente la menos mala de todas. En buena medida, porque es compatible con visiones de la sociedad más individualistas o más comunitaristas.